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El Silencio de los Corderos

La palabra Robot se utilizó por vez primera en una pieza checa de ciencia ficción llamada R.U.R. (Robots Universal Rossum), de Karel Čapek, hace ahora cien años, y proviene de la palabra checa «robota«, que se traduce aproximadamente como «servidumbre de trabajo forzoso«. La obra, como otras secuelas hollywoodienses, trataba de una fábrica que producía personas artificiales que terminaron dominando a la raza humana.

Esta creación llego en un momento en el que el mundo estaba lleno de nuevas tecnologías, similar a lo que vivimos con el boom de los algoritmos de internet, la inteligencia artificial o la tecnología sintética. La sociedad de comienzos del XX tenía ya coches, teléfonos, telegrafía inalámbrica, radio, aviones, televisores y la maravilla del plástico que ahora, con el método del océano azul, alimenta los pescanovas de nuestros mares.

No obstante, excluyendo la ficción, lo que nos plantea Čapek en su obra es la dicotomía que planteamos ahora sobre la evolución digital del trabajo, mecanización la llamaban en aquella época, lo salvaje del consumismo y el capitalismo que lleva a la exclusión y precariedad de relaciones laborales y, sobre todo, el significado de ser humano y la importancia de que tener un propósito en la vida.

En el futuro del trabajo, como en todo en la viña del Señor, encontramos visiones apocalípticas en integradas. Según los primeros, la Inteligencia Artificial nos llevará a ejércitos de desempleados con la dignidad por los suelos y mantenidos por Papa Estado que les proporcionará tarifa plana para consumir sus vidas con la realidad virtual y, el otro bando, los que con visión postmodernista y alineados en eso que llaman transhumanismo, opinan que los robots harán el trabajo por nosotros y sólo tendremos que organizamos para repartir de forma equitativa la riqueza.

Lo ideal, como casi siempre en la vida, serían las situaciones intermedias: un robot que ayudará a la enfermera en tiempos de COVID, el robot DaVinci que ayude al cirujano, una mascota terapeútica que acompañe a nuestros abuelos cuando sus hijos o nietos están fuera o el robot abogado Watson de IBM que apoya a los juristas a encontrar la mejor solución ante el maremagnum de la «burrocracia».

El ser humano es imperfecto por si propia condición y está vulnerabilidad nos hace depender de los otros para progresar como especie y sobrevivir. Por eso, aunque personalmente me parezca una locura, las personas están dispuestas a pagar el precio de ceder buena parte de su privacidad a los monopolios soñando con que los algoritmos y la integración de lo físico y lo virtual los harán mejores, más bondadosos y más justos gracias a la recomendación de un agente inteligente.

Obviamente, esto no será así y nos veremos condenados a ser peores con la consecuencia irreversible de vender nuestra alma al diablo del Big Data que cambiara nuestra historia personal por datos. No tenemos que tener miedo a esta nueva situación porque los Estados dominan las reglas del juego y no dejan el poder tecnológico en manos desalmadas así que podemos estar seguros que cualquier desarrollo tecnológico estará concebido desde el más alto grado de bioética.

Como muestra, en el 2017, el Parlamento Europeo pidió establecer seis normas de seguridad: los robots deben de tener un interruptor de emergencia, no podrán hacer daño a los seres humanos, no podrán generarse relaciones emocionales con ellos, si son grandes hay que hacerles un seguro, tendrán derechos y obligaciones y tendrán que pagar impuestos.

Bajo estas premisas, pongamos un ejemplo software. Google es un alto porcentaje un robot que no se puede apagar, hace daño a los humanos, se generan relaciones de dependencia con Siri, no tiene seguro y sale de todo lo que se entiende por derechos y obligaciones. Paga religiosamente su «Tasa de impuestos especial» que, por si se había dado cuenta alguien, lejos de beneficiar a las pymes del marketplace o al usuario, beneficia al de San Francisco (o Dublin) que va a facturar más ya que los 45 céntimos se le repercuten directamente al cliente y al intermediario.

Con este panorama, más que la pregunta de Alan Tuning de si puede pensar una máquina dejaría abierta la siguiente: ¿Puede pensar un humano? Quizá pensar no, pero si desarrollar y planificar un código para crear en el futuro esas máquinas superinteligentes que se planifican a si mismas y obren en consecuencia.

Si esto sucede, sólo le pido a Dios que sean capaces de poner a algunos políticos en modo mascota, con su bozal bien amarrado, y dejen a los robots que tomen las mejores decisiones para una especie condenada sin remedio a la extinción.

La Esperanza que nos queda es que las máquinas no tienen sueños, no escriben sinfonías, no pintan cuadros. Son sólo una imitación de nuestra vida. Por eso luchamos cada día por la vida frente a esta pandemia y nos unimos en ese palpitar que no se puede apagar ni reiniciar cuando uno quiera.

Lo creado es perfecto, por eso hay cosas que nunca podremos reemplazar. Por eso duele tener que hacer un responso diario, después de la lectura de los datos de Sanidad, por el silencio de todos esos corderos de residencias, hospitales y hogares que son llevados al matadero sin piedad.

«Un ser humano debería ser capaz de cambiar un pañal, planear una invasión, descuartizar un cerdo, conectar un barco, diseñar un edificio, escribir un soneto, hacer balance de cuentas, construir un muro, colocar un hueso, consolar a los moribundos, recibir órdenes, dar órdenes, cooperar, actuar solo, resolver ecuaciones, analizar un nuevo problema, lanzar estiércol, programar un ordenador, cocinar una sabrosa comida, luchar eficazmente, morir con gallardía. La especialización es para los insectos». Robert Heinlein,  ingeniero aeronáutico, volando siempre entre la ciencia y la ficción.
 

Alberto Saavedra CVO imita.es Chief Visionary Officer

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