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La Cabina

En mi pueblo de origen, una bella aldea zamorana de la comarca sanabresa, durante mucho tiempo el teléfono fue un articulo de lujo ya que permitía hablar a distancia y en directo a mis abuelos con el hijo que estaba haciendo el servicio militar obligatorio en Sidi Ifni, aquel sueño español de poseer una ciudad en el Norte de África y a las puertas del Río de Oro.

Por supuesto que el de mi aldea no era el primer teléfono, para ello tenemos que remontarnos al año 1883, siete años después a la famosa frase de Alexander Graham Bell:  «Mr Watson, come here, I want to see you”, dirigida por Bell a su ayudante para comunicar habitaciones contiguas, lo que ahora llamamos confinadas por el aislamiento de los positivos.

Pero veinte años antes un ingeniero Italiano, con nombre similar al director del corto «La Cabina», Antonio Meucci, desde Florencia ya había logrado conectar dos habitaciones por un sistema de comunicación basado en lo que mueve el mundo: el Amor. Su esposa estaba enferma de reumatismo y el inventor construyó un aparato para poder conectar su laboratorio con el dormitorio en el que se encontraba su mujer. 

Meucci era una persona con visión global, como los contratan en Silicon Valley, y había emigrado de Italia, vivido en La Habana y recalado en Staten Island (Nueva York) y ha tenido que ser en el siglo de la pandemia cuando se le reconociera en Estados Unidos la patente del teléfono en detrimento de Bell. Su descubrimiento fue básico: la electricidad podía transmitir la voz humana y también parece ser que la ignorancia política.

Como sucede cuando brota la INNOVACIÓN, estaba aplicando electroterapia a un paciente y éste recibió una corriente que le hizo gritar. Queda en el mundo de las musarañas el conocer el origen de la invención pero al italiano Antonio le pareció oír el Grito desde la distancia cómo si estuviera al lado de la cama. Su sorpresa fue comprobar que los cables le llevaban de manera tenue la voz de su paciente y Meucci dio a conocer su teléfono electromagnético en una demostración en Nueva York pero no pudo patentarlo debido a años de penurias económicas.

Penurias como las que está pasando Telefónica, que le cuesta 4,5 millones de euros al año mantener el servicio de la cabinas telefónicas y no está recibiendo apenas retorno: de media, se utilizan una vez por semana. Como las leyes son como una tela de araña, los grandes lo traspasan y los pequeños nos quedemos atrapados, de la noche a la mañana las cabinas telefónicas, al igual que los cajeros en nuestro mundo rural. Ya no se consideran un servicio universal obligatorio, consideración que han perdido en el corpus legal que regula las telecomunicaciones en la última normativa LGT irreversible al igual que dejará las Páginas Amarillas en el lugar donde habita el olvido.

Este mobiliario urbano, con una base de 15 mil unidades, desaparecerán de nuestras calles en las próximas semanas y atrás quedará casi un siglo de comunicación desde aquella primera llamada de Alfonso XIII desde el teléfono público sito en el Parque del Buen Retiro de Madrid o la primera cabina de la Compañía Telefónica Nacional de España. No es cuestión de mantener como los británicos este elemento clásico del urbanismo o pensar en algo realmente disruptivo que permita reutilizar estas estructuras sino aprovechar la experiencia para hacer hincapié en la mente de nuestras mentes políticas para proveer al ciudadano de servicios públicos y universales que permitan democratizar su uso.

Nada es diferente que cuando yo lo estudié en Derecho de las Telecomunicaciones, se entiende por servicio universal el conjunto definido de servicios cuya prestación se garantiza para todas las personas usuarias finales con independencia de su localización geográfica, con una calidad determinada y a un precio asequible (Libro Verde sobre los servicios de interés general).

Este libro marca el Camino Verde de la Política endémica: facilitar que cada persona pueda tener servicios esenciales para el desarrollo de una vida digna en nuestra sociedad que éstos estén prestados por la Administración Pública o por empresas privadas tuteladas por el Gobierno: transporte, comunicaciones, electricidad, suministro de agua o un simple test de antígenos de un euro para proteger a nuestros vecinos y desbloquear el sistema sanitario. 

No creo que sea necesario usar la figura del Defensor del Pueblo para velar para que los poderes púbicos adopten las medidas necesarias para que las mejores afecten a todos: es cuestión de usar el más común de los sentidos para cruzar este río que no se puede hacer sin construir un puente o una embarcación para llegar al otro lado de la orilla.

De otro modo, el futuro social que nos depara este sistema endémico es quedarnos en la misma orilla, la de un país aprisionado, soñando aires de libertad. No es sólo el hecho de permanecer confinados en la cabina sino la ausencia de explicaciones para explicar por qué tengo que pagar 35 euros por un test de antígenos privado para pasar una buena noche o una noche buena con mi familia.

La «Política de la Yenka» no nos lleva a ninguno lugar común, sólo recuerda el final de la película de Mercero, cadáveres y más cadáveres en un tiempo indefinido, un anticipo del final de parada en el recorrido pandémico.

Si soñamos con Andrómeda, el Triunfo de Afrodita sólo nos podrá alumbrar con tres rayos que no cesan: solidaridad: cooperación y multilateralismo.

La imaginación es la mitad de la enfermedad; la tranquilidad es la mitad del remedio; y la paciencia es el comienzo de la cura «. Ibn Sina (980-1037): médico persa, padre de la medicina.

Alberto Saavedra at imita.es Chief Vissionary Officer

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