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La Isla de Navidad

Existe una isla pérdida en el océano Índico que, por su situación de aislamiento y reducido tamaño, pasa desapercibida de los mapas e incluso de los sistemas de posicionamiento. Está prácticamente inhabitada pero es el refugio de muchos especies endémicas y posee una gran riqueza natural como la maravilla de contemplar a los tiburones ballena o las mantas gigantes que viajan hasta esta isla para alimentarse de las larvas de los cangrejos.

Es un territorio sin autogobierno, como sucede con esta neoliberal pandemia, en el que se produce cada Adviento una mutación en la que la isla de Navidad, con la llegada de la estación húmeda, se pinta de rojo con millones de cangrejos haciendo la maleta. Los empleados del Parque Nacional tardan meses en construir y habilitar puentes especialmente construidos para que los cangrejos rojos desoven antes del amanecer en la marea alta. 

Es una migración en la que ayuda el ser humano es indispensable, al igual que ayudan los políticos con su irresponsabilidad a permitir a las larvas del coronavirus cruzar la carretera o tenderles puentes para ayudarles a pasar entre los colegios y los hogares. Por suerte, las vacunas creadas por los científicos actúan como escudo y hacen que la pandemia avance a dos velocidades pero ocurrirá como con los cangrejos, los machos volverán a casa y las hembras se quedarán durante su particular cuarentena para poner los huevos. 

El verdadero problema es que un virus, como el SARS-COV-2, pone más huevos en la cesta que nuestros gobernantes y evoluciona sin límite mientras se permitan los cambios en el código genético durante la replicación del genoma. Su propia naturaleza crea una especie de linaje, un grupo de variantes de virus estrechamente relacionados desde el punto de vista genético derivados de un ancestro en común. 

Desde mayo, la Organización Mundial de la Salud utiliza las letras del alfabeto griego, por orden, para nombrar esa familia de variantes del coronavirus. Hay dos clases: variantes de interés y variantes de preocupación, debido a atributos y características compartidas que pueden requerir medidas de salud pública. Delta era la más dominante, seguida de otras ocho, epsilon, iota y mambda, que por suerte se han quedado en el limbo de la historia de la epidemiología. 

La letra «Ómicron», al contrario que omega que esperamos que sea la última, significa literalmente pequeña pero se va convertir en la más grande. Por si surgen nuevas variantes, hay nueve letras más en el alfabeto griego. La siguiente será PI (π) y seguro que aparecerá pronto en nuestras víricas existencias. A mi entender, a la espera de ese 3,1418, que traerá sus infinitas secuencias, las variantes sólo son de interés para la demagogia política y para los laboratorios que irán haciendo su Agosto permanente según vayan apareciendo nuevas mutaciones. Para el resto de los mortales todas son preocupantes porque nos cambian la vida y están llegando a teñir de rojo incluso a las familias que más empeño habíamos puesto en proteger a los nuestros de la epidemia.

Lo único positivo, además de la inmunidad de rebaño generada por los contagios masivos, es que la crisis sanitaria está retratando a nuestros gobernantes, esos que carecen de memoria de las olas anteriores y no han sabido interpretar las señales como preocupantes. El buen gestor es el que sabe anticiparse a los hechos y los nuestros no han tenido el coraje de imponer medidas estrictas de confinamiento, nuevas restricciones o simplemente cerrar fronteras como lo han hecho países «smart» como Israel.

La Ley de seguridad del paciente no está hecha para los salvadores, sino para lo salvados. No se puede minusvalorar el riesgo que supone una variante tan contagiosa que incluso provoca que la incompetencia se transforme en la mayor de las negligencias políticas por el simple hecho de llevar a los médicos, a los enfermeros y a los auxiliares sanitarios al límite.

Vivimos un macabro continuo día de la marmota en que los falsos profetas de turno se convierten en Judas que dan positivo y, olvidando a los otros, permiten las cenas de Navidad y el contagio masivo sin aislamientos antes que perjudicar la economía. No se puede regularizar la mascarilla y descuidar todo lo demás que sucede en Vetusta.

Como siempre, en esta bendita democracia, a los ciudadanos sólo nos queda hacer lo que hacían los salvajes para recuperar el alma: cancelar las celebraciones para evitar la muerte a destiempo de nuestros ancianos y pagar la deuda que tenemos con ellos, labradores de nuestra sociedad del bienestar.

El único oasis posible para este desierto es que no dejemos de Creer en ese ser humano solidario de la Isla de la Palma que es el único antígeno posible ante otro año que se ríe de nuestra frágil especie.

Sólo con esa pauta completa podremos celebrar con nuestra Familia un VeintiDós colmado de Alegría, Salud y Felicidad.

“La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas ‘salvadoras’, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad“.  Papa Francisco,  bendición Urbi et Orbi Año 2020, año 1 de la pandemia coronavirus.

Alberto Saavedra at imita.es Chief Vissionary Officer

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