En 1492 un innovador de apellido «Columbus» llegó al Nuevo Mundo sin saberlo y, desde ese lugar, en los Estados Unidos de América, fué donde Antonin Dvorak escribió su sinfonía más magistral. El autor estaba convencido de que, en el futuro de la música de este país, todo debía basarse en lo que llamaba «negro melodies», las raíces, el folklore, el origen: eso que nos conforma como seres humanos multirraciales.
Si nos adentramos en la intrahistoria de la creación, descubrimos que, de las melodías que utilizó el bohemio, ninguna eran de los nativos americanos. Dvorak, con ese pretexto, creó temas originales pero sólo incorporó las peculiaridades de la música indígena gracias a las sugerencias que les ofrecían las escenas de esas fiestas denominadas «Hiawatha» en las que bailan, desde antiguo, los indios.
En este baile de nuestro mundo moderno en el que el libre mercado genera leyes inexorables que nos obligan a actuar, no debemos olvidar nunca la primera de ellas: Innovar. Cito en esta ocasión al economista Baumol, que tuvo el privilegio y la osadía de ser el primero en estudiar la función del «empresario» como innovador en lugar de como capitalista, dejando a un lado a Marx y Engels. Su valentía radica en indicar que el único modo de crecimiento de la empresa es generar un proceso recurrente y continuo que la vincule a entornos competitivos de economía globalizada . En esencia, somos «máquinas de innovar» y así lo demuestran compañías como Google que se han convertido, a un ritmo frenético, en «navajas suizas de Internet«.
A este teórico neoyorkino lo usamos mucho en el método imita ya que, basándose en modelos clásicos, es capaz de explicar que la misión principal del empresario no es inventar y ni siquiera la asunción del riesgo, que hoy corresponde en nuestras «startups» al socio capitalista, sino el saber atender las necesidades de los consumidores de forma rápida y adecuada.
Este modelo es el ejemplo por excelencia que nos explica la demanda de dinero, con el fin de intercambiarlo por bienes y servicios o por los motivos incluidos en eso que llamamos «especulación«. Señala que mantener dinero en líquido, es decir, en efectivo, tiene un coste de oportunidad consistente en el monto de intereses de no tenerlo colocado en activos.
Si, como cualquier españolito de «a pie», recibimos nuestros ingresos en una cuenta corriente de un banco, cada vez que vamos a retirar dinero eso conlleva unos costes de tiempo empleado y desplazamiento. No es de extrañar que a este modelo se le conozca como “El Modelo del Coste de la Suela de los Zapatos”. Nos ofrece el número óptimo de veces que debemos ir al Banco para que el saldo promedio de demanda de dinero salga a nuestro favor y no tengamos que invertir en poner «filis y tapas» a nuestras albarcas.
Por defecto de formación, al ser Ingeniero antes que emprendedor y empresario, voy a corroborar de forma científica este modelo con una historia que también habla sobre el poder de la buena suerte en los negocios. Fred Smith, fundó Federal Express (Fedex, que ahora trabaja mano a mano con nuestro Real Servicio de Correos y Telégrafos) en 1971. Para montar la empresa recibió inversiones por 90 millones de dólares e invirtió su fortuna propia, unos 4 millones.
Por los ires y venires de los bailes económicos, tres años después, debido a los costos de la gasolina, la compañía estaba llamando a las puertas de la quiebra y no había nadie dispuesto a darle un crédito o invertir capital. Fedex tenía en la cuenta 5.000 dólares y no le llegaba ni para cubrir los gastos de los aviones para operar un par de días. Smith tomó este dinero, viajó a Las Vegas y jugó al «Blackjack» todo el fin de semana. El lunes ingresó 32.000 euros en su «banco de confianza». Este remanente fué suficiente para cubrir la gasolina para unos días y conseguir 11 millones de inversión. Hoy en día la compañia está valorada en 43 mil millones de dólares.
Este caso constata que el tener una partitura delante no garantiza ser un buen Director ni viceversa. Richter, el director que estrenó el «Anillo», le dió un consejo a Siegfried Wagner: Le dijo que «debía tener la partitura en la cabeza, y no la cabeza en la partitura«.
Los Grandes Directores no necesitan atril. Dirigen a su orquesta de memoria.
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